Apenas una semana después de haber sido designado como futuro ministro de Agricultura, en ANPROS tuvimos la oportunidad de conversar directamente con Esteban Valenzuela, y agradecemos la disposición que tuvo para reunirse con nosotros, tan pronto, en un webinar. Junto a él y diversos representantes del mundo rural, pudimos revisar los desafíos del sector a […]
penas una semana después de haber sido designado como futuro ministro de Agricultura, en ANPROS tuvimos la oportunidad de conversar directamente con Esteban Valenzuela, y agradecemos la disposición que tuvo para reunirse con nosotros, tan pronto, en un webinar. Junto a él y diversos representantes del mundo rural, pudimos revisar los desafíos del sector a partir de marzo.
No le escondimos nada. Le dijimos abiertamente que los productores de semillas, origen de al menos el 98% de los alimentos que se producen en el país, estamos profundamente preocupados por el futuro no sólo de nuestro sector, sino de la agricultura en general.
El origen de esta preocupación es evidente. En los últimos días, la Convención Constitucional ha aprobado una serie de normas que son francamente perjudiciales para el desarrollo de la actividad semillera y para la producción de alimentos. De prosperar estas propuestas, las más afectadas serán las personas, las familias y las comunidades, que se encontrarán con alimentos más escasos, menos diversos, de menor calidad nutricional y derechamente más caros, al provenir de cultivos más propensos a enfermedades y al cambio climático.
Desde nuestra mirada, las normas 113-5 sobre soberanía alimentaria y la 521-5, que garantiza la protección de las semillas como patrimonio natural vivo, ambas aprobadas en general en la Comisión de Medio Ambiente, generan al menos cinco graves riesgos para el derecho a la alimentación.
El primero es establecer que solo campesinos, recolectores artesanales y los pertenecientes a pueblos originarios serán los “actores esenciales” de la producción de alimentos en el país, dejando fuera de esta categoría a cientos de miles de agricultores del país que contabilizó el Censo 2007. Un impacto directo en la producción de alimentos, el empleo y la forma de vida de miles de familias.
Un segundo riesgo es definir que el objetivo de la agricultura será “la producción de alimentos para el consumo interno”. Esta restricción implica alejarse radicalmente de lo señalado por organismos internacionales como la FAO, que apuntan al derecho de las personas a acceder a una alimentación segura, nutritiva y en cantidad suficiente, para satisfacer sus requerimientos nutricionales y preferencias alimentarias. Esto implica, necesariamente, una política de fronteras abiertas, donde el intercambio comercial es crucial para abordar estas necesidades y los desafíos que la crisis climática plantea a nivel global.
En tercer lugar, está el transformar todas las semillas en patrimonio común, poniendo fin a la propiedad privada y a cualquier forma de propiedad intelectual, lo que elimina cualquier incentivo para desarrollar nuevas variedades en Chile y limita el acceso a las mejores variedades desarrolladas en todo el mundo.
La tarea hoy es producir más con menos y el mejoramiento vegetal es fundamental para el desarrollo permanente de cultivos con mayor rendimiento, que se adapten a la crisis climática y que resistan enfermedades y plagas. Un ejemplo claro es el del trigo, que con 220 mil hectáreas cuenta con la mayor área de cultivos en Chile: en 1980 tenía un rendimiento de 1.700 kilogramos por hectárea y hoy de 6.200 kilogramos.
Un cuarto riesgo es doble, al entregar al Estado el control total de las técnicas de fitomejoramiento y al cerrar constitucionalmente las fronteras a la importación de avances tecnológicos en materia alimentaria. La revolución del conocimiento y los cambios que está experimentando la producción de alimentos en todo el mundo, a través del desarrollo tecnológico, son quizás la mayor esperanza para garantizar que las naciones del planeta podrán derrotar el hambre, incluso en un contexto de crisis climática.
Por último, propuestas como las de establecer “un mínimo de al menos doce kilómetros de distancia entre un cultivo que utilice sustancias químicas sintéticas y una población humana o un cultivo de semillas limpias”, obviando incluso esta última cuestionable definición, hace prácticamente imposible la agricultura, fruticultura, ganadería y otras formas de producción de alimentos en el país, pues todas ellas, de una u otra forma, utilizan fertilizantes, productos fitosanitarios y muchos otros productos.
Los riesgos no son sentencias, es cierto, y aún restan algunas semanas de debate en la Convención Constitucional. Sin embargo, creemos que es urgente que las palabras del futuro ministro Esteban Valenzuela, al señalarnos que él apostará por una agricultura del “y”, en que es posible la coexistencia entre las diversas formas de desarrollo, ancestrales y modernas, sean lo suficientemente potentes para equilibrar el debate en su tramo final. Para eso será fundamental también que se concrete pronto su anuncio de una nueva convocatoria a una mesa de semillas, que permita, tal como en el pasado reciente, en gobiernos de diverso color político, un diálogo técnico, reposado y con cable a tierra con el mundo rural.